Panorama Opinión. La ambición desmedida del ser humano nos ha arrastrado hacia una espiral peligrosa que amenaza no solo la estabilidad de nuestras sociedades, sino la existencia misma de la humanidad como la conocemos. Estamos ante una crisis civilizatoria profunda, cuyas raíces se hunden en la pérdida de valores, la deshumanización sistemática y el reemplazo de los principios por intereses.
El consumismo ha sustituido al pensamiento. La individualización ha corroído los vínculos comunitarios. La pérdida de la fe en Dios y la desaparición de las ideologías como marcos de referencia nos han dejado expuestos a una intemperie moral, donde ya no hay temor por nada ni respeto por nadie. En este mundo de metas efímeras, el dinero se ha convertido en el único objetivo. Y ese culto enfermizo al capital ha producido una humanidad con corazones endurecidos y escasa sensibilidad ante el dolor ajeno.
Las élites económicas y políticas, en su ceguera de poder, han impulsado un modelo que no solo está destruyendo a los más vulnerables, sino que terminará por devorarlos a ellos mismos. La sobreexplotación del planeta, la descomposición social y la manipulación de las masas son síntomas de una estructura que se tambalea desde sus cimientos.
Uno de los fenómenos más alarmantes de esta crisis es la forma en que se ha promovido, a nivel global, una migración desbordada con fines meramente económicos. En pleno siglo XXI, se ha buscado fabricar esclavos modernos bajo la excusa de las oportunidades, ignorando el drama humano que esto representa y el caos social que genera en los países receptores.
En República Dominicana tenemos ejemplos concretos de este deterioro: la Universidad Autónoma de Santo Domingo, otrora cuna de pensamiento crítico e ideologías transformadoras, ha sido desarticulada por el clientelismo político y la mercantilización del conocimiento. Los clubes barriales, los gremios, las juntas de vecinos… han sido contaminados, desfigurados, anulados. Y nada de esto ha sido casualidad. Ha sido orquestado con sutileza, pero con objetivos muy claros.
El ataque más despiadado, sin embargo, se ha dirigido al corazón mismo de toda sociedad: la familia. A través de agendas disfrazadas de progreso, se ha promovido la destrucción de valores, se ha intoxicado el alma de los jóvenes con drogas, redes sociales y modelos de vida diseñados para el control y la distracción. Vivimos en un mundo patas arriba, donde los antivalores son presentados como libertades y la confusión como modernidad.
Y si quisiéramos ir más lejos, deberíamos hablar de los grandes tentáculos que dominan el mundo: la industria de la guerra, que lucra con la muerte; las farmacéuticas, que priorizan el negocio sobre la salud; y las AFPs, que convierten la vejez en una lotería del capital. Todos son engranajes de un sistema que, aunque sofisticado, atenta contra la dignidad humana y la sostenibilidad de la vida.
Estamos atravesando una época oscura. Pero aún hay esperanza. Solo la educación crítica, el empoderamiento colectivo y el regreso a Dios pueden servirnos de brújula para intentar revertir este derrotero autodestructivo. La humanidad aún puede salvarse. Pero para eso, primero debe reencontrarse consigo misma.