Panorama Opinión. La X Cumbre de las Américas, programada para el 4 y 5 de diciembre de 2025 en Punta Cana, debía representar un momento de reencuentro hemisférico tras años de fracturas políticas. Sin embargo, su espíritu integrador ha sido quebrado antes de iniciarse mediante exclusiones que contradicen la tradición diplomática dominicana como espacio neutral de diálogo regional. La decisión del gobierno de República Dominicana de vetar la participación de Cuba, Nicaragua y Venezuela plantea una pregunta incómoda: ¿está el país recuperando su rol histórico de mediador respetado o convirtiéndose en ejecutor de exclusiones dictadas desde Washington?
De mediadora regional a ejecutora de vetos imperiales
República Dominicana construyó durante décadas un capital diplomático valioso como territorio neutral donde gobiernos ideológicamente opuestos podían encontrarse sin condicionamientos. Su suelo ha sido escenario de resolución de tensiones suramericanas, firma de acuerdos de paz y promoción de diálogo entre modelos políticos diversos, incluso cuando esos gobiernos enfrentaban hostilidad de potencias extranjeras.
El precedente más significativo ocurrió en marzo de 2008, cuando el entonces presidente Leonel Fernández convocó la Cumbre Extraordinaria del Grupo de Río en Santo Domingo. En ese encuentro reunió a los mandatarios de Colombia, Ecuador, Venezuela y Nicaragua para desactivar una crisis militar que amenazaba con escalar tras la incursión colombiana en territorio ecuatoriano. Fue un ejercicio de diplomacia activa, de soberanía puesta al servicio de la paz regional, que demostró que un país pequeño puede jugar roles fundamentales cuando actúa con independencia.
Hoy el panorama es radicalmente distinto. La X Cumbre de las Américas ha sido empañada por la decisión dominicana de excluir a tres Estados miembros de la Organización de Estados Americanos. Esta exclusión, lejos de responder a criterios objetivos sobre participación hemisférica, reproduce patrones de subordinación a intereses geopolíticos que históricamente han obstaculizado el desarrollo autónomo de América Latina y el Caribe. La pregunta no es si Cuba, Nicaragua y Venezuela tienen gobiernos cuestionables en materia democrática, sino quién define esos criterios y con qué autoridad moral.
Exclusión selectiva: la democracia como instrumento discrecional
La exclusión de estos tres países no constituye un acto aislado de política exterior sino parte de una estrategia hemisférica de aislamiento que Washington impulsa desde hace décadas. El gobierno dominicano, al ejecutar esta exclusión, ha optado por alinearse con una definición arbitraria de democracia que Estados Unidos aplica selectivamente según sus intereses geopolíticos.
Resulta revelador que la Cumbre incluya gobiernos con historiales documentados de violaciones a derechos humanos, represión de protestas sociales o irregularidades electorales, mientras se excluye específicamente a Estados que han mantenido posturas de autonomía frente a Washington. El criterio no es democrático sino geopolítico: son bienvenidos los gobiernos funcionales al orden hemisférico estadounidense, sean democráticos o no; son excluidos quienes desafían ese orden, sin importar sus niveles de legitimidad interna.
México y Colombia han respondido declinando su participación en señal de protesta, reafirmando su compromiso con una diplomacia inclusiva y no subordinada. Lejos de quedar aislados, estos países se fortalecen en dignidad y coherencia. Su ausencia no representa un vacío sino una denuncia articulada: la integración regional no puede construirse mediante exclusiones ideológicas dictadas desde el exterior. Brasil, bajo el gobierno de Lula da Silva, ha expresado reservas similares, cuestionando la legitimidad de una cumbre que predetermina quiénes merecen voz en el continente.
¿Qué integración construimos con exclusiones?
La integración regional genuina no puede edificarse sobre la base de vetos ideológicos que reproducen lógicas de Guerra Fría. Si la Cumbre de las Américas aspira a ser un espacio de diálogo hemisférico real y no un mecanismo de validación geopolítica, debe incluir todas las voces, especialmente las disonantes. La historia de los procesos de paz demuestra que la reconciliación requiere sentarse a negociar precisamente con quienes se mantienen posiciones antagónicas, no solo con aliados cómodos.
República Dominicana enfrenta una encrucijada histórica. Puede recuperar su papel como mediadora respetada, territorio neutral donde incluso enemigos políticos encuentran espacio para el diálogo, o puede consolidarse como ejecutor de exclusiones funcionales a intereses imperiales que nada aportan al desarrollo nacional ni regional. La primera opción requiere coraje político para resistir presiones externas; la segunda solo demanda subordinación.
La tradición diplomática dominicana, construida durante generaciones, no se forjó mediante alineamientos automáticos con potencias hegemónicas sino mediante ejercicios concretos de autonomía estratégica. Recuperar ese legado implica recordar que la soberanía no es retórica nacionalista sino capacidad efectiva de tomar decisiones basadas en intereses propios, no en mandatos ajenos. Volver a ser puente requiere memoria histórica de lo que significó serlo en el pasado y voluntad política de asumir los costos que ello implica en el presente.
El costo de la subordinación diplomática
Esta Cumbre establece un precedente peligroso: normaliza la exclusión como instrumento de política hemisférica y debilita los espacios multilaterales que América Latina construyó con esfuerzo durante décadas. Organismos como CELAC o UNASUR surgieron precisamente para crear alternativas de diálogo regional sin tutelas externas. La X Cumbre de las Américas, en su formato excluyente, representa un retroceso hacia esquemas de dominación que el continente había comenzado a superar.
Para República Dominicana, el costo no es solo reputacional. Al renunciar a su rol histórico de mediador neutral, el país pierde influencia diplomática real a cambio de alineamiento que no se traduce en beneficios concretos. Washington no recompensa la lealtad de Estados pequeños con reciprocidad equivalente; simplemente la asume como subordinación esperada. La pregunta que debería inquietar a los dominicanos es qué obtiene el país mediante este alineamiento que justifique sacrificar décadas de capital diplomático construido con independencia.
La historia juzgará esta Cumbre no por sus declaraciones finales sino por lo que representa: un momento donde República Dominicana decidió entre recuperar su tradición de puente integrador o consolidarse como territorio funcional a estrategias de aislamiento imperial. La integración hemisférica genuina, aquella que fortalece soberanías nacionales en lugar de subordinarlas, requiere gobiernos dispuestos a ejercer diplomacia autónoma incluso cuando ello implica incomodidad con potencias hegemónicas.
Quizás el verdadero debate no es si Cuba, Nicaragua y Venezuela merecen estar en la Cumbre, sino si América Latina merece espacios de diálogo donde ningún Estado externo determine quién puede participar y quién debe ser excluido. Porque la autodeterminación regional comienza precisamente allí: en la capacidad colectiva de los pueblos americanos de decidir sus propios términos de convivencia, sin vetos imperiales disfrazados de preocupación democrática.