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Mario Vargas Llosa y yo

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Panorama Opinión. En el año 1985, hace ya cuarenta otoños, mis incipientes alas literarias se desplegaron en el club de lectores del Colegio Cristiano El Nuevo Liceo. Fue el Reverendo Israel Brito, nuestro maestro de literatura, un hombre de fe profunda y mente abierta, quien nos guio hacia ese universo de palabras donde un tal Mario Vargas Llosa aguardaba. Recuerdo vívidamente la lectura de La ciudad y los perros, una sacudida juvenil que me confrontó con la crudeza y la complejidad de la vida. Y cómo olvidar la carcajada que me provocó mi entrañable amigo Eliú Molina (hijo del Reverendo Ezequiel Molina) al soltar la palabra «prosaico» en medio de aquel torbellino narrativo. ¡Quién diría que un término así quedaría grabado en mi memoria junto a los cadetes del Leoncio Prado!

Años después, en mi alma mater, entre los anaqueles de la Biblioteca Pedro Henríquez Ureña, mi refugio entre clases, donde las voces de Hesse, Dostoievski, Balzac, Neruda y García Márquez resonaban, volví a encontrarme con Vargas Llosa. La casa verde me absorbió con su exuberancia selvática y sus personajes inolvidables. Y Los cuadernos de don Rigoberto me mostraron una faceta distinta, más traviesa y erótica del escritor peruano. Otras obras que marcaron esa época fueron Conversación en La Catedral y la magistral Pantaleón y las visitadoras.

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Para el año 2000 trabajaba como Director Comercial de Editora Taller, y la vida me tenía reservada una sorpresa conmovedora. En la pantalla de la diagramadora, mientras el texto tomaba forma, descubrí el libro que más tarde sería el número uno en ventas y tal vez el más polémico de entonces. Me siento parte de este éxito porque colaboré en el envío a Londres donde residía Vargas Llosa de cientos de libros y revistas sobre la era de Trujillo.

El destino quiso que lo conociera en persona, en el elegante salón La Fiesta del Hotel Jaragua, durante la puesta en circulación del libro La fiesta del chivo. Allí estaba él, la leyenda viviente protagonista de mis lecturas juveniles. Conservo como un tesoro dos ejemplares dedicados de su puño y letra: uno para mí, un testimonio de ese encuentro, y otro para mi hijo, un legado literario familiar.

Años más tarde, en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara en 2011, lo vi de nuevo, esta vez desde la distancia. Impecable, todo un caballero con su característico cabello engomado. Su presencia irradiaba la misma autoridad que sus palabras impresas.

En el 2016, la vida me brindó una alegría inesperada. Recibí un reconocimiento del Ministerio de Cultura por mis años de labor editorial. ¡Y qué coincidencia! Fue el mismo día en que don Mario recibía el prestigioso Premio Internacional Pedro Henríquez Ureña. Al salir del evento, mi apreciado amigo, el laureado escritor Rafael García Romero, me dijo con su habitual calidez que un servidor había hecho historia al recibir un reconocimiento en el mismo salón y evento que don Mario. Quizás sea una exageración, pero para aquel joven proveniente de una barriada capitaleña, haber compartido una tarima, aunque fuera simbólicamente, con Vargas Llosa fue un momento de profunda satisfacción.

Esa fue la última vez que lo vi en persona. Después, nuestros contactos fueron puramente literarios. En sus últimas obras, su pluma seguía explorando territorios fascinantes. Recuerdo especialmente Tiempos recios, con su mirada incisiva sobre la historia reciente. También resonó la novela Cinco esquinas, la que leí un fin de semana, desarrollada en Lima, durante los últimos años del gobierno de Alberto Fujimori y la influencia de Vladimiro Montesinos. El periodista sensacionalista, Rolando Garro, y la relación lésbica entre dos mujeres de la alta sociedad.

El cuento Los vientos, que leí de un tirón, donde reflexiona sobre un «enamoramiento violento y pasajero» que lo llevó a abandonar a su esposa, Carmencita, por otra mujer de la que ya ni siquiera recuerda el nombre. Aunque don Mario nunca mencionó explícitamente a Isabel Preysler, muchos interpretaron este cuento como una alusión a su relación con ella y su posterior arrepentimiento por haber dejado a su anterior esposa, Patricia Llosa.

Hoy, al evocar la partida de don Mario Vargas Llosa, siento una mezcla de nostalgia y profunda gratitud. Aquel muchacho que, hace tantos otoños, se asomó por primera vez a la ventana de La ciudad y los perros, jamás imaginó que las palabras de ese autor peruano contribuirían a entender mejor a las personas y a respetarlas tal como son. Su voz, que una vez fue un descubrimiento juvenil, hoy resuena como un eco imborrable de mundos vividos y soñados. Y aunque el maestro ya no esté, la llama que encendió en aquel salón de clase perdura, iluminando el camino de quienes amamos las historias que nos sacuden, nos transforman y confrontan. Su legado no es solo un conjunto de libros, sino una huella indeleble en la memoria de un lector que, como yo, aprendió a volar entre sus páginas.

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