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Jurispensando: “Apología del delito en el limbo normativo: una reflexión sobre libertad de expresión y su ausencia en el Código Penal dominicano”

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Francisco Manzano

Panorama Opinión._ En las democracias contemporáneas la libertad de expresión se ha consolidado como un derecho fundamental de tercera generación, vinculado a la dignidad, al voto y a la participación política; sin embargo, esa misma libertad entra en tensión con la necesidad de proteger bienes jurídicos supraindividuales frente a discursos que exaltan la delincuencia y a sus protagonistas. Mientras ordenamientos como los de México, Chile o Argentina han optado por tipificar formas de apología del delito, el Código Penal dominicano vigente —y el de nuevo cuño— mantiene un vacío: no contempla la apología como infracción autónoma, aun cuando la saturación de mensajes que glorifican el narcotráfico, la trata, la corrupción o la violencia, especialmente a través de la música y de los medios digitales, impacta en la construcción de referentes de los jóvenes. Este artículo propone repensar esa omisión normativa, sin convertir el Derecho penal en un instrumento moralizante, pero sí fijando límites razonables a la exaltación pública de delitos y delincuentes que buscan ser emulados, en un contexto de “sociedad líquida”, como la describe Bauman, donde todo parece negociable y los contornos éticos se disuelven.

El punto de partida es el modelo de Derecho penal moderno, que se legitima en la protección de bienes jurídicos concretos, individuales (la vida, la integridad, el patrimonio) y supraindividuales (medio ambiente, orden económico, estabilidad institucional, paz social). Dentro de estos bienes supraindividuales aparecen ámbitos difusos que afectan al conjunto de la macro sociedad: la moral social, el clima democrático, la percepción de la legalidad. No son bienes morales en sentido confesional, pero sí condiciones de funcionamiento básico de la comunidad democrática. Es precisamente ahí donde ciertos ordenamientos ubican el espacio para la apología del delito: no como castigo a las ideas, sino como reacción frente a la exaltación pública de conductas criminales que pretenden ser presentadas como modelos de éxito.

Bauman describió nuestra época como una “sociedad líquida”, caracterizada por vínculos débiles, identidades cambiantes y una flexibilización extrema de valores. En este escenario, todo parece tolerable, todo negociable, y la frontera entre lo aceptable y lo inaceptable se vuelve difusa. Esa liquidez impacta directamente en la libertad de expresión: se ensancha el margen de lo decible, lo representable y lo comercializable, incluso cuando el mensaje es abiertamente violento, misógino o delictivo. La rigidez que en otros momentos imponía límites sociales a ciertos discursos se ha ablandado, y la pregunta ya no es si se puede decir algo, sino qué consecuencias jurídicas, si alguna, debería tener.

La libertad de expresión, en clave constitucional, es mucho más que el clásico conflicto entre periodista y funcionario público susceptible. Es libertad de pensamiento sin censura previa; capacidad de cuestionar métodos, investigaciones oficiales, modelos económicos o decisiones de poder; derecho a expresar inconformidad social, a proponer ideologías impopulares, a sostener lecturas críticas en las aulas universitarias. La jurisprudencia comparada ha insistido en que la libertad de expresión goza de una protección reforzada cuando se ejerce frente a funcionarios o asuntos de interés público. El mismo enunciado que es tolerable y protegido si se dirige a un actor público, puede resultar sancionable si se lanza contra un ciudadano común cuya esfera de protección es distinta. De ahí que la ponderación “caso por caso” y la colisión de derechos sean el lenguaje habitual de los tribunales constitucionales.

Sin embargo, el problema que nos ocupa aquí no es la crítica dura al poder político ni la sátira social, sino algo distinto: la exaltación del delincuente y del delito como modelo aspiracional. Se trata de mensajes que, con plena conciencia, buscan enaltecer a personas condenadas o a organizaciones criminales, presentándolas como ejemplos de éxito a emular, ya sea en letras de canciones, contenidos audiovisuales, discursos públicos o campañas de “marca personal” de figuras ligadas a actividades ilícitas. El mensaje no es solo “yo pienso distinto”, sino “este es el camino para triunfar, aunque suponga violar la ley”. Cuando se glorifica al narcotraficante, al tratante de personas, al corrupto, al femicida o al líder de estructuras criminales, se envía a la juventud un doble mensaje: la ley es un obstáculo prescindible y el delito puede ser una vía legítima de ascenso social.

De ahí que varios países hayan decidido fijar una frontera penal: no se criminaliza la opinión crítica ni el estudio histórico, pero sí la difusión pública, con intención de enaltecer y promover, de figuras o hechos delictivos que lesionan gravemente bienes jurídicos. En República Dominicana nadie puede ser penalmente perseguido por estudiar o incluso analizar críticamente el régimen de Trujillo o el nacionalsocialismo; lo que no resultaría aceptable, en clave democrática, es un discurso que se limite a glorificar la violencia trujillista o las teorías nazis como programas imitables de acción política. La cátedra universitaria, la investigación histórica o el debate académico deben estar exentos de censura, incluso cuando aborden ideas moralmente repugnantes, siempre que lo hagan con propósito analítico, crítico o didáctico.

La apología del delito, entendida como infracción penal, se sitúa exactamente en este punto de fricción: es una figura que, bien diseñada, no sanciona ideas ni doctrinas, sino la acción de exaltar públicamente conductas criminales y a sus autores para provocar adhesión, emulación o legitimación social del delito. Allí nace la tensión con la libertad de expresión: cualquier regulación deficiente puede convertirse en una herramienta de censura ideológica o de castigo a opiniones incómodas. Pero la ausencia absoluta de regulación también tiene costos: deja sin respuesta discursos que erosionan el respeto por la legalidad, trivializan la violencia y construyen referentes criminales como “héroes” culturales.

En el caso dominicano, nuestro Código Penal actual no contempla la apología del delito como tipo autónomo, y el código de nuevo cuño tampoco la incorpora. Esta omisión es llamativa si se mira el ecosistema comunicacional contemporáneo: jóvenes expuestos a un flujo diario de contenidos que presentan el enriquecimiento ilícito, la estafa masiva, el fraude financiero o el crimen organizado como estrategias válidas de supervivencia y éxito. La saturación de mensajes que normalizan la violencia y la ilegalidad, ya sea en redes, música o productos culturales, no es un asunto de moral privada; impacta directamente en bienes supraindividuales como el orden público, la seguridad ciudadana y la confianza básica en la norma.

Defender la necesidad de una figura de apología del delito no implica abogar por un “Código Penal moralista” que persiga toda conducta considerada inmoral por sectores conservadores. La historia del Derecho penal enseña que la fusión entre moral social y punición termina en abusos. Se trata, más bien, de reconocer que existe un espacio mínimo en el que la exaltación pública de delitos gravísimos, con intención de generar adhesión o emulación, trasciende la mera opinión y penetra en el terreno del riesgo concreto para bienes jurídicos colectivos. Allí es donde el legislador podría intervenir, con un tipo penal redondo, cuidadosamente formulado, que exija dolo específico, difusión pública, referencia a delitos de especial gravedad y un estándar de peligrosidad que evite la criminalización de la mera discrepancia ideológica.

Esta reflexión, además, no es aislada. Llega en un momento en que el legislador dominicano ha optado por dejar fuera del nuevo Código Penal figuras clave del Derecho penal económico y del Derecho penal del riesgo: el ecocidio no aparece tipificado de manera sistemática, remitiéndose fragmentariamente a una ley especial con penas mínimas; los delitos de greenwashing —uso abusivo del discurso ambiental para captar mercados— no se abordan con claridad; los delitos fintech, fraudes tecnológicos complejos y nuevas formas de phishing siguen sin un tratamiento integral. En ese mismo patrón de omisiones se inscribe la ausencia de la apología del delito: se legisla sobre lo clásico, pero se rehuye enfrentar los desafíos simbólicos y comunicacionales del delito en la sociedad de redes.

En definitiva, la tensión entre libertad de expresión y apología del delito no se resuelve con consignas fáciles. No se trata de “censurar canciones” ni de blindar sensibilidades, tampoco de convertir el Código Penal en catecismo moral. Se trata de decidir, con rigor jurídico y mirada de política criminal, si una democracia que pretende proteger bienes jurídicos supraindividuales puede seguir ignorando la dimensión performativa de los discursos que glorifican el crimen y a sus protagonistas. El Código Penal dominicano que se anuncia como “moderno” debería, al menos, hacerse cargo de esta pregunta. Lo contrario es seguir legislando como si la batalla por la cultura de la legalidad no se estuviera librando también —y cada vez más— en el terreno simbólico de la palabra, la imagen y la música.

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